DEMOCRACIA Y LIBRE ALBEDRÍO (II)

Inquietudes

 Democracia y libre albedrío (II)

Por JUAN FRANCISCO PEREZ MERCADO

 

 

Es necesario aclarar que la libertad de la que venimos hablando no es la libertad que los estados democráticos conceden en virtud de su índole democrática. La democracia se caracteriza, precisamente, porque es de su esencia conceder a los ciudadanos numerosas libertades. Pero este tipo de libertades se denomina libertad de hacer y tiene naturaleza política.

 

La libertad de querer, interior, libertad moral o libre albedrío que venimos mencionando, es de naturaleza psicológica. Esta no la concede ningún Estado ni gobierno, porque es innata en el hombre, intrínseca e interna, aunque necesita ser perfeccionada o "conquistada" mediante la educación, con esfuerzo y combate de cada persona. Aquella depende de la voluntad estatal y es externa.

 

El hombre es un compuesto de cuerpo y espíritu. Su parte corporal está gobernada por leyes causales cuyo cumplimiento se produce necesariamente porque sus efectos siguen inexorablemente a la causa.

En cambio, su parte espiritual, en cuanto atañe a la conducta, está regida por leyes contingentes o de libertad, cuyos consecuentes no pueden explicarse enteramente por sus antecedentes. La conducta humana se origina en necesidades del cuerpo, pero las leyes naturales que rigen a este no son suficientes para producir un acto, pues también requieren del concurso de la inteligencia y la voluntad, que son facultades espirituales. Las naturales tendencias instintivas del hombre son necesarias para la acción pero no son suficientes, porque son fuerzas inconclusas, como las califica Xavier Zubiri; fuerzas naturales incompletas, digo yo con la intención osada de hacer más comprensible la idea Zubiriana.

Por eso cuando se trata de la acción humana, el motor de la naturaleza impulsa al hombre hacia el movimiento, pero inmediatamente lo abandona, como afirma Erick Fromm, viéndose impelido a complementar el impulso natural con la operación de las potencias espirituales de la inteligencia y la voluntad. El hombre moriría si para actuar sobre la realidad que enfrenta no usara su inteligencia y su voluntad, porque, como ya lo hemos dicho, la naturaleza, en orden a la acción humana, opera de manera inconclusa o incompleta, o, lo que es lo mismo, ella abandonó al hombre, dejándolo a merced de las potencias espirituales de que ella misma lo dotó: la inteligencia y la voluntad. Aunque tiene raigambre natural, estas potencias se rigen por leyes espirituales propias que, en lo que respecta a la conducta, emancipan al hombre de las leyes de la causalidad y lo incorporan al mundo de la libertad de querer, interior, libertad moral o libre albedrío.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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